Lo reconozco, me acobardé bastante. Y seguramente hubiera echado a correr, si no hubiese oído a mi espalda una carcajada de mi hermano.
Me volví, y comprendí de qué se trataba: el espejo que había colgado en la pared, estaba totalmente tapado con una hoja de papel, en la cual habían recortado unos ojos, una nariz y una boca, y mi hermano dirigía hacia él la luz de la vela de modo que la reflexión de estas partes del espejo cayeran precisamente sobre mi sombra.
Pasé una gran vergüenza: me había asustado de mi propia sombra.
Cuando después quise gastarles la misma broma a mis camaradas, me convencí de que no era tan fácil colocar el espejo de la forma conveniente. Tuve que entrenarme no poco antes de dominar este arte.
Los rayos de luz se reflejan en el espejo según unas reglas determinadas, a saber: el ángulo que forman con el espejo al encontrarse con él, es igual al que forman después de reflejarse.
Figura 47
Cuando conocí esta regla ya no fue difícil darme cuenta de cómo había que colocar la vela con respecto al espejo para que las manchas claras fueran a caer precisamente en los sitios necesarios de la sombra.